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El delirio de una privilegiada en crisis

He estado tratando de darle forma a esta sensación. Una energía que me ha visitado como un pájaro en la ventana de mi oficina. Llega en forma de aprendizaje, de nube, de imágenes, de ideas en la punta de la lengua. Como palomas que se van y regresan.


No sé cómo nombrar los tesoros que descubro en mi propia sabiduría. Pero hay una certeza latiendo fuerte: esto es importante. Me siento como una exploradora en la jungla de mi consciencia, cazando los bichos más raros en un planeta sin mapa. A veces, tan diminuta (y tan inmensa) como el último bicho que me picó, ese que me miró con ojos negros y brillantes y me susurró en chillidos:

"Simplifica tu vida."


Y heme aquí. Después de una travesía incómoda, pasando del exceso al vacío, del ruido al silencio. Porque sí, menos es más. O al menos eso repiten, hasta que te das permiso real de soltarlo todo y lo entiendes en carne viva.


Hace unos meses, la sola idea de no tener un empleo como diseñadora me aterraba. Me desvelaban el miedo, la angustia, los escenarios catastróficos y la ansiedad con nombre propio. Y cuando mi esposo también fue despedido… sentí que me adentraba en una gruta húmeda, oscura y asfixiante. Me quedé atascada. Sin poder avanzar.


¿Y sabes por qué no podía pasar cómodamente? Porque lo que cargaba en la maleta era demasiado. Me había preparado para la vida con todos los juguetes, todas las seguridades, todas las precauciones. Y la vida solo me pedía una cosa: que me atreviera a cruzar sin nada.

Escribiendo esto, pienso en lo ridículo que puede ser el privilegio de clase. Te hace creer que cuando lo pierdes (aunque sea un poquito), estás viviendo la mayor tragedia de tu vida o el despertar más místico. Como esa historia que me contó una amiga sobre una bloguera cuyo “gran logro” había sido dejar de usar secador y secarse el pelo al aire libre.Todas la aplaudían: “¡Qué valiente!” “¡Qué poderoso!” Y sí, me reí. Pero también entendí: no solemos cuestionar nuestros propios privilegios.


Y, con compasión, pienso: el aprendizaje espiritual es relativo. Y no por eso deja de ser válido.


Así que sí, heme aquí, haciendo lo mismo que esa chica. Esta experiencia me devolvió el toque de realidad que necesitaba para observar el clasismo interiorizado que se fue colando mientras yo intentaba tener más: más dinero, más viajes, más comida rica, más diplomas, más fotos, más cosas.


Y si te soy completamente honesta, es en este momento, escribiendo esto, que me doy cuenta: aunque todo esto me incomoda, también es el privilegio lo que me sostiene. Porque tener $160.000 en la cuenta, una deuda de casi $6 millones, sin mercado en la despensa…pero sí haber podido pagar el arriendo un mes más, tener trabajos por proyectos (aunque no nos los hayan pagado), contar con una red de apoyo amorosa, estudios, herramientas y salud mental trabajada...


Todo eso es privilegio.


Es el privilegio el que me permite decir con calma: “el dinero siempre llega”. Es lo que me da permiso para explorar nuevas rutas, para jugar, para cambiar de piel profesional sin un miedo paralizante.


Qué locura es cuando te cuestionas tu lugar en el mundo y te das cuenta de que nada es tan grave cuando lo ves con perspectiva.


Y yo, que creía estar aprendiendo sobre la pérdida total —cuando en realidad solo solté una identidad—, me llevo una dosis inmensa de humildad y unas buenas risas por el delirio que acabo de escribir.


Porque ese, creo yo, es el verdadero aprendizaje.

Darme cuenta de que sí, simplifiqué un poco mi vida...pero sigo habitando un lugar profundamente privilegiado.


Y mientras termino de escribir esto, me lo imagino otra vez.

Al bicho.

Chiquito, brillante, insolente.

Ahí está, mirándome otra vez con esos ojos negros,

como diciéndome:


“¿Ves? Te lo dije.”






 
 
 

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